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Fecha: 18/05/2025
Categoría: Notas de Prensa
MARÍA MASSÓ LOSA
IN MEMORIAM

Un canto discreto de sacrificio y devoción que jamás dejó de sonar

Antes de comenzar, en nombre de mi tía y de toda nuestra familia, quiero expresaros nuestro más sincero agradecimiento por vuestra presencia. Hoy, el dolor de la despedida es grande, pero también lo es el consuelo de sabernos arropados por tanto cariño.

En el Evangelio de Juan 14:1-12, Jesús les dice a sus discípulos:

“No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si así no fuera yo os lo habría dicho, voy, pues, a preparar un lugar para vosotros. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”.

Confiado en la promesa de este divino lugar, me atrevo a imaginar que, en ese refugio misericordioso que Jesús ha preparado, una de esas moradas resplandece con el nombre de mi tía, como testimonio de su fe y de la luz que sembró en este mundo.

María Massó Losa fue, a lo largo de los años, una figura de referencia constante, presencia callada y firme que se alzó, sin alardes, como un sostén vital cuando la vida —con sus caprichosos e inescrutables giros— me despojó del abrazo materno. En medio del vacío, fue ella quien supo llenar el silencio con ternura, transformando la pérdida en un amor tan profundo como inquebrantable. Su figura no solo ocupó un lugar: lo redefinió.

Hoy su luz se apaga aquí, para comenzar a brillar en otro lugar. Y me sume en la tristeza. No solo porque ya no está, sino porque no sé aún cómo se vive en un mundo sin ella. Cómo se respira cuando falta ese corazón que latía por mí, muchas veces antes que por ella misma. Cómo se anda sin esa voz que te llama, sin ese gesto que te calma, sin esa forma suya —única— de estar siempre. Porque cuando se va alguien que fue amor —amor real, amor sin condiciones— lo que sentimos no es solo tristeza: es orfandad.

Y sí, hoy me siento un poco huérfano porque ya no está quien, sin ser madre me ofreció su cuidado y protección con una devoción tan profunda y desinteresada, tan pura y entregada, como la más noble y ejemplar de ellas.

Porque ya no podré escuchar su voz pronunciando mi nombre con ese tono que sólo ella tenía, esa mezcla de dulzura y firmeza que me hacía sentir valorado, arropado y colmado de un amor desmedido.

Hoy he querido reuniros aquí a todos para despedirla, para celebrar su vida, para invocar su memoria, para llenarnos de ella una vez más. Para rodearla de palabras, que es lo único que nos queda cuando ya no podemos abrazar con los brazos, pero sí con el corazón.

Cuca —porque así la llamábamos los que de verdad la queríamos— fue muchas cosas a la vez, y todas ellas, en su complejidad y simplicidad, se revelaron igualmente genuinas. Un ser humano extraordinario, una mujer de alma colosal, cuyas huellas no se borrarán con el paso del tiempo, sino que se harán más profundas y queridas. La suya fue una existencia tejida con paciencia y dulzura, con cada gesto, con cada mirada, con cada palabra, como si cada día fuera una página de un libro que merecía ser escrito con amor.

Nació en Villarrobledo (Albacete) un 4 de abril, en el mismo mes en que las flores se abren al sol, sin saber que, muchos años después, también el amor, la bondad y la generosidad florecerían en ella. Allí, en su tierra natal, vio la luz por primera vez, llenando de alegría la casa de mis abuelos, que la miraban con los ojos repletos de sueños. Fue la primera de tres hermanos. Fue guía, fue apoyo, fue ejemplo de fuerza y ternura a partes iguales.

A lo largo de los años, su vida se construyó en la quietud de lo cotidiano, pero también en la profundidad de lo extraordinario.

El 4 de abril habría sido una fecha muy especial. Habría cumplido 96 años. Una edad que simboliza, en sí misma, el milagro de la vida. Este año, más que nunca, parecía tener la ilusión de celebrar. La cercanía de su cumpleaños la llenaba de un esplendor especial, una esperanza tranquila que reflejaba en su rostro. Tal vez era intuición, ese saber sin palabras que a veces se instala en el cuerpo antes que en la mente. Quizá, en su interior, ya presentía el fin de su viaje. O tal vez solo deseaba, como nunca antes, regalarse un instante de luz, de fragor silencioso, como si el resplandor de una vela encendida fuera capaz de llenar de esperanza sus últimos días.

Sin embargo, la mañana del 30 de marzo, cuando el albor del amanecer apenas comenzaba a teñir de luz el horizonte, el tiempo detuvo sus pasos. Ese día, como tantos otros, la vida se despidió de ella en silencio, como un susurro, como una caricia que sabe que ha cumplido su propósito. No fue un adiós abrupto ni estridente. Fue más bien un “hasta siempre” sutil, casi imperceptible, que llegó tras una existencia tan plena y profundamente vivida que no requería de más. Ella, que entendió el verdadero sentido de la vida, supo que el amor no se mide en tiempo, sino en intensidad. Y ella amó con toda la intensidad posible.

Fueron innumerables las lecciones que me brindó a lo largo de su vida. Pero esta última, la de soltar la última hebra de este mundo con la misma dulzura con la que una madre arropa a su hijo y apaga la luz sin hacer ruido, fue, en sí misma, también una enseñanza. La última, quizás, pero no por eso menos significativa. La más difícil de aprender y, al mismo tiempo, la más hermosa.

Se marchó con la misma suavidad con la que tantas veces me arropó, con la misma ternura con la que me abrazó cuando más la necesité. Solo una quietud distinta, un aire más liviano, una ausencia tan sutil que por un momento me hizo pensar que tal vez solo dormía, que había cerrado los ojos apenas un poco más de lo normal. Y tal vez fue así. Tal vez sólo los cerró un momento y emprendió ese viaje del que ya no se vuelve, sin mirar atrás, porque sabía —Cuca, siempre lo supiste— que el amor no se despide, que el verdadero amor no conoce finales. Ni tiempo. Ni distancia.

Fue al final de sus días, cuando ya sus palabras se deslizaban entre los suspiros de un cuerpo cansado, que me dijo, con una fragilidad que no había conocido en ella, que ya solo me tenía a mí. Ahora, que ya no esta aquí conmigo, cada vez que lo recuerdo, me consuela saber que estuve siempre a su lado. Que fui todo lo que necesitaba, como ella lo fue para mí tantas veces sin decirlo. Y aunque ahora sea ella quien me falta, quiero que sepa, allá donde esté, que yo también la tengo a ella. En cada rincón de mi vida. Para siempre.

Hoy, mientras nos reunimos para despedirla, el corazón nos duele, pero también se llena de gratitud porque tenerla en nuestras vidas fue un regalo, un regalo inconmensurable. Y aunque el dolor de la ausencia se mezcla con las lágrimas que no queremos derramar, sabemos que sigue aquí presente en todo lo que nos dejó: en su forma de amar, en su ternura infinita, en su generosidad sin límites.

En todas las familias existen aspectos que las definen de manera única. Y es precisamente esa singularidad, esa mezcla imperfecta la que otorga a cada familia su carácter distintivo, inimitable, profundamente suyo. Lo extraordinario no está en la ausencia de desacuerdos, sino en el amor que logra mantenerse firme a pesar de ellos. En el abrazo que sigue al silencio. En las risas que sobreviven a los días sombríos. En los lazos que, aunque tensos a veces, jamás se rompen del todo.

La nuestra, como tantas otras, ha transitado también su propio sendero de luces y sombras, de risas y silencios, de abrazos y despedidas, de alegría y de dolor. Pero lo que ha sido nuestra constante, nuestra verdad, ha sido la firmeza con la que ella nos apoyó siempre. Su fortaleza, su vitalidad, su energía inagotable, su manera de enfrentarse a la vida con los ojos bien abiertos y el corazón encendido.

Ha sido la raíz y la llama. El motor silencioso que empujaba todo hacia adelante. La voz que aconsejaba, la mano que sostenía. El latido que vibraba por cada uno de nosotros. Y lo hacía sin ostentación, sin necesidad de que se lo reconociéramos, como si amar fuera para ella lo más natural del mundo.

No fue alguien que viviera para sí misma. Vivió para los suyos. Para los que amaba. Para los que estaban y también para los que vendrían. Y no necesitó grandes gestos para dejar una huella: le bastaron los pequeños actos, repetidos a lo largo de una vida.

Resistió, no con dureza, sino con ternura. Se repuso tras cada caída, no para presumir fortaleza, sino porque comprendía que su fuerza era un refugio necesario para aquellos que dependían de ella. Y lo hizo sin vanidad, sin presunción, con esa sencillez profunda de quien no necesita aplausos para saber que ha hecho lo correcto.

Profesionalmente, su vida fue el reflejo de una admirable versatilidad y de una ética de trabajo incansable forjada en el más estricto rigor.

La recuerdo, con la mirada firme y decidida, enfrentando decisiones complejas sin perder nunca su humanidad, levantando un proyecto con sus propias manos, construyendo, paso a paso, con visión, con valentía, con esa mezcla de inteligencia y constancia que solo tienen las grandes heroínas.

Su mirada atenta al porvenir la llevó a emprender en un entorno complejo, exigente y estrictamente regulado. Fue allí donde, con astucia y perseverancia, transformó una idea modesta en una realidad tangible, dejando tras de si un legado empresarial construido a lo largo de más de cuatro décadas de liderazgo ejemplar, arduo trabajo y un éxito profesional conquistado con brillantez.

Nos dejas un extenso legado. No de riquezas ni de grandes gestas, sino de algo mucho más valioso: nos dejas la enseñanza viva de lo que significa vivir de verdad.

Hoy, ante los ojos que aún te buscan y bajo el cielo que ahora te envuelve, vengo a darte las gracias. Espero que cumplas tu promesa y me escuches. Porque estas palabras son para ti, como te dije que serían, el día que llegara esta despedida que nunca quise pronunciar.

Gracias a ti, Cuca, por esas manos que, como alas invisibles, me guiaron y me protegieron en cada paso, por cada sacrificio que nunca mencionaste, por cada renuncia que hiciste en silencio, sin pedir nada a cambio. Por esos silencios cargados de amor, por esa entrega constante que, en tu humildad, fueron actos de grandeza.

Gracias por mostrarme con tu ejemplo lo que es la fortaleza, por enseñarme que el valor no siempre se mide en victorias, sino en la capacidad de seguir adelante a pesar de las caídas, por enseñarme que el verdadero amor no tiene condiciones, que da sin esperar, que se renueva con cada sacrificio y que no conoce el desaliento.

Gracias por los silencios llenos de comprensión que decían más que cualquier frase, por haberme escuchado, aun sin palabras. Por haber entendido lo que mi corazón no podía expresar. Gracias por amarme en mis imperfecciones, por aceptarme, por no juzgarme, por darme el espacio para ser quien soy.

Gracias por las veces que me enseñaste a caminar, no solo con tus manos, sino con tu ejemplo. Por enseñarme que el mayor conocimiento no está en los libros, sino en el corazón, en las experiencias que se comparten, en el amor que se da y se recibe sin reservas.

Gracias por cada sonrisa que iluminaba los días de mayor oscuridad, por hacerme sentir que no había nada más importante que mi felicidad, por hacerme sentir valioso, amado, por cada gesto que me decía que no importaba lo que el mundo me trajera, porque siempre tendría un lugar donde regresar. Gracias por ese amor tan grande que comenzó mucho antes de que pudiera comprenderlo.

No hay ausencia cuando el corazón recuerda, ni despedida cuando el amor no conoce final. Te seguiré imaginando dormida, serena, en paz, hasta que mis sueños se confundan con la realidad y pueda volver a abrazarte en ellos.

Que tu luz, Cuca, brille por siempre en la eternidad, tan intensamente como lo hizo en nuestras vidas.

Francisco Massó Mora | Ceremonia Religiosa. Liturgia Funeral.

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