Notas de Prensa
Fecha: 04/11/2025
Categoría: Notas de Prensa

CARLOS MASSÓ MORA
Hoy habría sido su Santo. La onomástica de mi hermano, Carlos.
Cada año, esta fecha me recuerda no solo la celebración que le habría correspondido, sino todo lo que dejó pendiente en su vida y en la nuestra.
Han pasado treinta y un años desde que se fue y todavía hay días en los que me sorprendo pensando en él como si aún estuviera aquí. Treinta y un años de silencios, de recuerdos que no envejecen, de palabras que se quedaron sin decir y de momentos que jamás existieron. Treinta y un años de imaginar todo lo que pudo haber sido y no fue.
A veces pienso en todo lo que nos perdimos, las palabras que no dijimos, las miradas que no alcanzamos a compartir, las complicidades que solo los hermanos conocen. Me pregunto cómo habría sido su vida, qué habría amado, qué lo habría hecho feliz. Y me duele no poder saberlo. Me duele la vida que no pudimos tener juntos y que el tiempo haya arrebatado tanto.
Y, sin embargo, más allá del dolor, hay algo dentro de mí que nunca ha dejado de creer que esto no es el final. Que, en el gran plan del universo, hay algo más. Que nuestras almas —hermanas por siempre— encontrarán la forma de reencontrarse. Que todo lo que quedó por vivir, algún día, en otra vida o en otro rincón del tiempo, se hará realidad.
Hasta entonces llevo su recuerdo conmigo, presente en cada paso. A veces me guía. A veces me reconforta. A veces siento su ausencia con fuerza. Pero siempre me acompaña. No está, pero sigue siendo parte de mí.
Quizá este mundo no fue el escenario completo. Tal vez aquí solo se escribió el primer acto de una historia mucho más grande. Una certeza, tan profunda y firme como el amor mismo, que me susurra, que lo mejor aún está por llegar. Volveremos a caminar sin prisa, a reír sin miedo, a mirarnos sin el peso de la ausencia. El universo, paciente y sabio, sabrá devolver cada momento que el tiempo nos robó.
Y mientras ese día llega, me aferro al recuerdo. Porque el recuerdo guarda al amor y el amor —el verdadero, el que nace del alma— no entiende de finales. Sobrevive a todo, incluso a la muerte. Él sigue viviendo en quienes lo amamos, en nuestras palabras, en nuestros gestos, en los sueños que aún lo nombran. Sigue aquí, de mil maneras que no siempre puedo entender, pero que siempre puedo sentir.
Y aunque el mundo haya seguido girando sin su presencia, aunque existan personas que amo y que nunca pudieron conocerlo, sé que si lo hubieran hecho, lo habrían querido tanto como yo. Porque era luz. Porque sigue siéndolo.
Lamento no solo su ausencia, sino todo lo que no pudimos construir juntos, los consejos, las diferencias que con paciencia habríamos podido superar, las aventuras, las risas, las despedidas que nunca habrían sido definitivas. Siento la ausencia de todo eso, como un espacio vacío que el tiempo no logra llenar.
Me gusta imaginarlo en un lugar donde todo es posible, donde cada instante se despliega sin prisa y cada alegría se multiplica. Allí no existen los límites que nos separaron aquí, su risa viaja libre y su mirada descubre secretos del mundo que nosotros apenas alcanzamos a imaginar. Pienso que, en ese espacio, él sigue siendo exactamente quien era, pero con una libertad infinita y que de alguna manera su energía sigue moviéndose en nuestro mundo, etérea, empujando sutilmente mi vida, mis decisiones, mis días, como un viento silencioso que sabe exactamente hacia dónde soplar.
Porque el amor verdadero no termina con un último aliento. No hay muerte que borre un vínculo tan hondo. Y cuando llegue ese momento, lo sabremos sin dudar, como quien vuelve al hogar después de un viaje demasiado largo.
Entonces no habrá prisa. Lo que no fue, será. Reiremos, caminaremos juntos y quizá lloraremos, pero ya no por la pérdida, sino por el reencuentro. Por todo lo que nos espera más allá de esta vida.
Mientras tanto, sigo aquí. Viviendo, recordando, intentando seguir adelante. Su ausencia pesa en el corazón, pero su presencia permanece en lo esencial, en mis pensamientos, en mi manera de ser, en las cosas simples del día a día. Hay algo de él en la forma en que miro el mundo, en la manera en que afronto la vida. Su presencia ya no es visible, pero sigue siendo real.
Carlos no está, pero sigue siendo parte de mí. En cada decisión, en cada palabra, en cada emoción que me conecta con lo más humano que tengo. Porque él es y será siempre un fragmento eterno de mi historia, de mi alma, de mi ser.
Treinta y un años sin él… y a la vez, treinta y un años conmigo. De otro modo. En otra forma.
Y aun así, lo sé —con toda la fuerza del amor que no muere— lo mejor entre nosotros aún no ha sucedido.
En otra vida, bajo otro cielo, Carlos.
Y esta vez, para siempre.
Francisco Massó Mora.



